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8. La brújula vital

Los animales vuelven ahora que los humanos se retiraron. Ya escuchamos al zorro, casi al lado de la ventana del dormitorio, por primera vez desde hace unos veinte años. Ojalá vuelvan las urinas, los venados pequeños andinos, tan hermosos cuando bailaban sobre el pasto en las madrugadas. De nuestro valle sube un silencio hacia mi colina, casi olvidado por el ruido de los corta-pastos y las bombas de fumigar las uvas. Converso con los panchitos y sayubús, mientras toman su baño en la fuente de piedra en mi jardín delantero, que disfrutan plenamente, aunque dure unos segundos no más. Les pregunto cómo logran llevar una vida con tantos peligros que les rodean; siempre está la amenaza de que un gato o un milano los observe. Nunca pueden relajarse por completo, siempre miran a su alrededor, arriba y abajo, antes de echarse al agua. Les cuento que ya no me relajo por completo, soy un bicho más, alerta. Y aunque la reclusión ha sido parte de mi vida siempre, este aislamiento por el virus es diferente. Sabíamos ya desde años atrás que algo grave iba a pasar, que no podía seguir así. ¿Pero de esta manera? Algo inimaginable. Me da la sensación de vivir en un “entremundo”, un periodo de suspensión entre dos realidades, nebuloso y profundo, entre desesperante y lleno de expectación. Hay amigos que pintan sus livings u ordenan su oficina, botando kilos de papel guardado, mientras que yo me inmerso, día y noche, en los recuerdos de varios periodos, igualmente extraños. Quizás sirviera contarlos, algunos de ellos, en esta edición de Memoralia, tan esenciales que son para explicarme el por qué y el cómo del despliegue de mi vida.

Vuelvo a la niña-mujer de quince años que, como todas las muchachas de esta edad, de un día para el otro irradia una luz hermosa, irresistible. Ella misma, en la soledad de su camita, descubre que tiene un cuerpo, de golpe ya de mujer. Casi en trance todas las noches de aquel verano, se pierde en fantasías, acariciándose, con los chicos vecinos que hablan entre ellos desde sus ventanas, seguros de que ella los está escuchando. Ya no escoge los libros de aventuras con los indios americanos, ni los libros de ciencia ficción, de la biblioteca. De pronto come novelas de amor romántico, lee y relee Jane Eyre, la historia de la joven gobernadora, una pura e inocente muchacha que trabaja en el castillo inglés y se enamora del dueño Edward Rochester. O los libros de Daphne du Maurier, romance y suspenso todo en uno, como Rebeca, con la famosa, primera frase: “Anoche soñé que había vuelto a Manderley”, lleno de deseos nostálgicos de una joven mujer, casada con un viudo caballero inglés, sospechoso del asesinato de su primera esposa.

Los libros, sin embargo, no la pueden salvar de la realidad de las testosteronas, que empiezan a mostrarse. A veces le pasa que en los buses llenos de pasajeros, hombres sin caras empiezan a frotarse contra ella, mientras ella se petrifica y le duele el corazón. O anda sola en su bicicleta sobre el dique al lado del río, a toda velocidad volviendo a casa, viene de la ciudad, donde estudia en el liceo católico, con el nombre María Virgo, a veinticinco kilómetros de su pueblo. Mira atrás sobre su hombro varias veces, incrédula, a otro hombre al lado del camino, quien, usando su motocicleta estacionada de sillón perezoso, muestra su cosita rosada y, a diferencia de los otros, la está moviendo al pasar. Acercándose al pueblo, ella empieza a risotear y dice entre sus dientes: “Parecía un nido de ratoncitos recién nacidos, ridículo”. Otro día lucha cuerpo a cuerpo con dos chicos de su edad que, viniendo del lado contrario, chocaron sus bicis contra la de ella, a propósito. Los tres se caen, ella se levanta y usa la bici como arma, no suelta el manillar. Las piernas firmes de tanto andar, se plantan en el piso, ella no habla, resiste. El uno, adelante, maltrata sus muñecas y sus manos, y el otro, de atrás, le agarra íntimamente sobre la ropa, trata de tumbarla, hasta que grita: “Vamos, no se rinde”, y la dejan. Se escapan en sus bicis sin volver a verla más. En el silencio que sigue, en pleno bicisenda, ahora vacía hasta el horizonte, entre campos extensos llenos de coliflores, la chica-mujer exclama: “La furia que me surgió, no la conocía. Me subió sin pensar, instintivamente, aleluya. Mi cuerpo es mío, para siempre, carajo”. Y sigue andando, recién a medio camino hacia la ciudad.

Ya soy estudiante de primer año, la virginidad me molesta, ya no me sirve para nada. Estoy tan sola en mi cuarto alquilado, el frío del invierno es tan fuerte, y con nadie me logro relacionar. La intimidad de mi familia ya no me alcanza, además, ya no vivo con ellos, no quiero volver, soy independiente. Desde que mi amiga colega más cercana encontró su pareja, estoy en un vacío: no sé qué hacer conmigo misma, nada me interesa, no estudio suficiente, voy cada noche al club, si no, me pierdo en algo oscuro. Hablo con quién sea que encuentre a mi lado, puras charlas existenciales sin vida, mientras que la penetrante y árida voz de Bob Dylan, con su “Like a Rolling Stone”, aún aumenta la melancolía. O no decimos nada, cada uno encerrado en su mundito inexplicable. Estoy demasiado llena de mis secretos, de mi historia, mis pensamientos, mis experiencias diarias, mis sueños por contar. Siento la aguda necesidad de compartirlos y, de alguna manera, de una intimidad inevitable, urgente. Hasta aquella noche en enero, me encuentro en el club, sentada en un canapé de cuero gastado, al lado de alguien de lo que veo apenas la cara en la media oscuridad. Él no habla, me escucha, me relaja ante él, unos años mayor, es estudiante de Medicinas. Me invita a irme con él. Sí, digo. No tengo bici, dice él, vamos en la tuya. No tengo parilla trasera. Siéntate en el manillar. Lo hago, nunca hice algo así. Pero sé, confiada, que algo así iría a suceder, que mi brújula vital funciona. La bici nos lleva por la noche silenciosa hasta el cuarto estudiantil. Él pone música suave, me quita las gafas de lentes gruesas (-16), sus manos tiernas y decididas, y bailamos, sin hablar. Y desde luego me libera de lo que me inhibía a seguir mi camino, un ángel de desfloración, no me recuerdo su nombre ni su cara. Un mes después encontré a mi primer amor estable, me hice poner la novedad de lentes de contacto, conseguí la píldora recién inventada, y fui catapultada en el movimiento de los años sesenta: el episodio lúdico de la música pop y rock bailable, de la comida macrobiótica, un movimiento alternativo, experimental, anti-autoritario, revolucionario, en contra de la guerra, por la paz. Duró pocos años, pero aún me inspira, recordándolo.

Mi entremundo siguiente se trata del tiempo entre el concluir de mi estudio y mi primer empleo completo, entre el primero y el último amor, cuando vivía en un barco vivienda, en un pequeño afluente del Rin, a solas. Sin embargo, no estoy lista con mis excavaciones mentales, lo describiré tal vez en otra oportunidad. Sigo mejor con el periodo en el que la palabra entremundo me vino por primera vez, cuando vivíamos hacía -quizás- unos meses en la finca. Contando sobre aquellos tiempos, digo siempre: durante los primeros tres años estábamos sentados a la mesa pegada a la ventana, con la vista de las colinas al frente y al más allá, sobre todo el mundo. Y nos de-condicionamos de los valores que nos habían regido casi toda la vida anterior: de las expectativas familiares, de los buenazos normativos y de los predicadores omniscientes. Revivimos vivencias penosas, lloramos. Echamos gritos de gloria al valle por las ventanas, por haber escapado de las tentaciones del juntar y comprar y consumir, de ser ambiciosos, del logro y del éxito sin alma, de ser liberados de la trampa tendida por el capitalismo liberal, de trabajar y trabajar sin reflexión, siempre apurados, competitivos e inconscientes. Y nos interrogamos: ¿A qué nos dedicaremos, dueños de este terreno?, ¿y ahora qué? Robada de mi identidad, que era en realidad mi profesión, no yo, vulnerable y desnuda, busqué mi brújula vital durante un tiempo sin encontrarla. Lo que me sobraba era la sequedad: usemos la tierra que tanto nos rodea, me seduce y me llama, sembremos las semillas que trajimos, y empecemos a trabajar la tierra. Y poco a poco abandonábamos la mesa, hasta que la usábamos solamente aún de noche, para leer, estudiar la horticultura y la medicina natural, y escribir cartas o el diario. Y los primeros sembradillos, de por sí, nos guiaban hacia la creación de la finca.

Así que te aseguro que el entremundo de hoy ya nos da un empujón a reinventarnos, a tomar decisiones vitales, nos invita a actuar, ¿no ve?

Samaipata, entre el diez y el veintidós de abril de 2020.

Fotos adjuntadas:

El Jardín de las Delicias, detalle, Hieronymus Bosch, Holanda, 1480-
1490

Silueta amor, imagen libre, Pixabay

Cycles Brillant, poster, Francia, 1900

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Comments (5)

  1. José Luis Vega López Reply

    Empecé a leer este capitulo, de una forma sencilla , suave y de pronto pase de una simple lectura, al inicio de una novela, que en sus primeras páginas te atrapa y te obliga a continuar leyendo.
    Querida Melendre, hoy no  me extenderé en la escritura, sólo digo que cuando complete de escribir en su Blog, piense que en este capitulo está el principio de su novela y su público quedra saber de sus aventuras y desventuras cuando vivía en un barco, en un afluente del Rin… será el Lek, el Ijsseel o el Waal.??

  2. Harold & Eliana Reply

    – Nos abriste el carazon, y vimos a frágil mujer luchando como una  tigresa. En mundo  de jóvenes que también buscaban una identidad propia. Y hasta ahora vivimos así…, al igual que las aves que se bañan en la fuente mirando arriba y abajo antes de echarse al agua, por un lado el disfrute y la amenaza. Pero…más bien que hay un pero, la actitud de ustedes de hacer un giro y de ir contra del consumo, y su nueva vida en esta colina resultó ser un terapia que curo heridas y sano, y como una semilla floreció.

  3. Rosa Leny Rodriguez De Vega Reply

    Me encantó leer su blog “me da la sensación de vivir en un entremundo, un periodo de suspensión entre dos realidades, nebuloso y profundo, entre desesperante y lleno de expectación”. Éste párrafo expresa plenamente la realidad actual, así como Melendre también nos muestra que el mundo 🌏 va cambiar después de la pandemia.
    La silueta del amor, termina con un gran deseo.

  4. Liliana Reply

    Apasionante!!!
    Me atrapa y encanta, puedo conectar contigo. Tienes mucho por compartir.
    Y definitivamente es tiempo de reinventarnos.
    Gracias!

  5. Julio Antelo Reimers Reply

    “Ahora tengo 70 años. Sentada a la mesa en Atma, mi estudio donde trato de vaciar mi mente, comienzo la tarea de narrar sobre la creación de la Finca La Vispera, ahora en español, un desafío nuevo. ¿Dónde empezar?”.

    Así empieza esta historia que venimos siguiendo desde el año pasado. Como don José Luis dice más arriba, la respuesta a ese “¿Dónde empezar?” del inicio puede estar aquí. Ahora bien, sobre hacer memoria en español, gracias por hacerlo porque estoy aprendiendo mucho, no solo por la filosofía que leo detrás de esto, sino también por las expresiones locales con tintes extranjeros. Hay algo maravilloso en leer a una persona expresarse en un idioma que no es su lengua materna porque usa frases, palabras e incluso ideas que, aunque parezcan ajenas al día a día, enriquecen la cultura social e individual.

    Al leer este blog aprendo sobre ustedes, sobre Samaipata y sobre mi lengua materna; todos seres a quienes guardo mucho cariño. Gracias por compartir esto.

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