Despierto medio soñada todavía, iba perdida allí y sola, buscando alguna solución de vital importancia. Surge la imagen de mis pies en la resaca, la succión de la corriente del agua volviéndose al mar. Me fascina, el agua empuja y tira todo lo que el oleaje dejó: una línea negra de algas, conchas de muchas formas, maderitas, plumas flotantes, una medusa azul gris muerta. Mis pies resisten la fuerza de la succión y se unen a la arena húmeda de abajo. Estoy firme allí, curvada sobre el agua observo todo y estoy firme. Quisiera quedarme aquí anclada a pensar, a entender, a resolver todas las cosas. Sé que la marea baja está empezando a retirarse, y corro el riesgo que la resaca me va a llevar con ella mar adentro. Pero no, no puede ser, no es mi hora todavía. Acá me quedo, estoy firme aquí, muy firme.
Veo a la niña que era: juega cuerpo y alma en la marea alta, cada vez que iba con la familia a la playa o al río a nadar; la lucha con las olas altas y las corrientes fuertes la exalta. La miopía no le molesta en el agua. Y el reto, cada vez que busca y encuentra a la familia en la playa llena de otras familias, le da la satisfacción de una aventura cumplida. Y a ella le encanta cruzar las aceras en patines de ruedas o de hielo, en invierno, en los canales congelados. Aguanta las heridas de las caídas en las rodillas o el terrible dolor de las manos descongelándose en las axilas de su mamá de retorno a casa.
Veo a la joven mujer que era: llega a Bolivia impregnada y línea recta de los memorables años ‘60 -’70. ‘Times they are a Changin’, canta Bob Dylan, el poeta de la época (premio Nobel de Literatura, 2016). Estudiamos en la universidad, una de las cunas del cambio de la sociedad, y vivimos un explosivo movimiento mundial: bailamos blues, rock’n roll, pop, usamos drugs, nos enamoramos y nos volcamos, cuerpo y alma, al espíritu de aquel tiempo. Manifestamos contra la guerra en Vietnam, contra el morir de los bosques, contra la polución del ambiente, contra la preponderancia de los autos en la ciudad, contra la bio-industria, contra la pobreza en el tercer mundo, contra la segregación de razas en Sudáfrica y de pueblos en Israel, contra las dictaduras latinoamericanas –boicoteamos las manzanas verdes de Chile–, contra la policía autoritaria, contra los corporativos y poderosos de siempre.
Experimentamos e inventamos nuevos estilos de vivir, de relacionarnos, de educarnos; comemos productos biológicos, hacemos mermeladas caseras, horneamos nuestro propio pan integral, comemos en casas de comida macrobiótica, tejemos chompa tras chompa de lana cruda y somos solidarios con los exiliados políticos de Chile, Bolivia y Argentina. Todo lo personal es política, las leyes deben actualizarse, peatones y bicicletas deben tener prioridad, la mujer es jefa de su propio útero y los hijos, al igual que los animales, también tienen derechos.
Salimos profesionales y la coyuntura política-económica y el espíritu mismo de la época nos apoyan. Nos contratan a experimentar y a aplicar todo lo nuevo en nuestra área de trabajo: la formación de nuevos profesionales jóvenes, la concientización feminista de la sociedad y la urgente transformación necesaria del estático manejo burocrático de las mismas instituciones donde trabajamos.
Y veo a la pareja que éramos: cargada con todas aquellas riquezas personales y experiencias novedosas, empieza a crear una nueva vida en una de las tantas colinas de Bolivia. Es 1984, pero la realidad nos muestra 1903. La Finca, en medio de tanta naturaleza y apartada de la sociedad civilizada, en otro continente, con otra historia, desafía a ese par de utopistas a enfrentarse con muchos fenómenos imprevistos y muy tangibles a la vez:
El viento del norte, las formas variables de las nubes, la siembra, la cosecha, el sol quemante, las fases de la luna, la cruz del sur, el silencio, el desagüe, el desgaste, el riego, los bichos, las plagas, las hormigas, la sequía, las inundaciones, los accidentes, las fugas y goteras, las frutas y árboles locales sin nombres todavía, la abundancia absurda de semillas, los cortes de luz y la falta de agua, la mierda, el barro, la basura, las heces, surazos, chilche, las niguas, todos los tonos de verde, el cambio de estaciones, el frío, la muerte, el cansancio, la variedad de piedras y suelos, los animales silvestres, la puesta del sol y la intensidad de las tonalidades de los colores, la bravura de la tormenta, el grito escalofriante de los zorros, las decenas de aves, el monte en la grandeza del terreno, los ruidos desconocidos, los espíritus de los habitantes anteriores, la nobleza de los caballos que le permite aprender a andar en su espalda y los perros, cachorritos adorables, que se convirtieron en salvajes cazadores incorregibles de las ovejas del vecino, y que la pareja tuvo que matarlos a bala por falta de un veterinario local.
Todo aquello los invade, refriega, azota, humilla, exige, reta, impregna, golpea, endurece y desacelera. Y no era el yoga ni la meditación, ni alguna religión o secta, ni las lecciones de algún gurú, que les guiaba. Fue el trabajar/vivir en La Finca ya de por sí: se fusionó en un solo verbo que, hasta hoy, no creo que exista: oferta y recepción, pregunta y respuesta, uniéndose en un solo movimiento. Con el tiempo aprenden a encontrar, una y otra vez, la clave para ser parte de la naturaleza de las cosas, a dialogar con aquellos fenómenos en un coloquio continuo, a esperar, dejar, colaborar, sincronizar, sintonizar, a ser brutales y bruscos, a renegar, sentir la gracia, aceptar la oferta, a matar, intervenir, a parar el tiempo y a frenar, negociar, pedir, preguntar, equilibrar, y no resistir, ni aquejar.
Sí, así fue, un purgatorio lento.
Sigo muy firme y, curvada sobre la resaca, se abre un gran espacio borroso debajo mío. Y ahí veo los augurios del destino futuro en las entrañas del tiempo: Las torres de los departamentos de Santa Cruz están decayendo. Ahora, cubiertas de trepadoras viven allí grupos pequeños de la gente durable, una mixtura de descendientes de Ayoreos, Chiquitanos, Guaraníes y los otros originarios tropicales, junto a todos los bichos del monte. Ellos cazan en las plazuelas y los parques y jardines de los dueños huidos, exiliados no sé dónde.
Abrieron los pozos antiguos de agua en los patios de las casonas caídas hasta el primer anillo. Los perezosos han vuelto a la que antes fue La Plaza Principal. La torre de las campanas de la Catedral está todavía de pie cubierta de musgos, arbustos en los diferentes niveles y una maraña de lianas colgantes. Se parece a un árbol selvático. La gente la adora como si fuera una diosa indestructible y la única campana sobrante se cuida y se toca en días de fiesta. El interior del templo es el lugar más fresco, que funciona de matadero y mercado al mismo tiempo.
Los barrios, anillo tras anillo, están abandonados. Veo allí tropas de una nueva raza de perros chiquititos cazando ratas entre los escombros, la que debe ser una mezcla de los pets, los perritos falderos de tantas razas, que los dueños tuvieron que dejar atrás. ¿Dónde están los miles y miles de habitantes? No veo a nadie. Fuera de la ciudad se estira un paisaje desértico hasta el horizonte. El agua del río Piraí llega todavía, se pierde rápido en el subsuelo arenoso, de donde se extrajeron la preciosa agua por tantas décadas. El calor es insoportable.
Voy cauce arriba del río y veo los pueblos vallunos muy ensanchados. Los terrenos loteados que antes los rodeaban, ahora son extensos barrios con ramales pendientes abajo. Y los terrenos de los cabañeros, en las laderas del valle, ahora son condominios amurallados. Veo casas grotescas, castillos, fortalezas, en las cimas de las colinas, pero no me doy el tiempo para averiguar si ya son ruinas. Porque llego a ver La Finca: muros altos la encierran, construyeron unas tres casas más, todas las casas están ahora acompañadas de tanques y molinos de viento, y veo una oblonga piscina natural con plantas acuáticas en la planicie central. Los cientos de plantines endémicos que plantamos, ahora forman un bosque denso en la parte alta. En las terrazas veo árboles frutales y arbustos de fruta roja, y debajo de ellos crecen algunas verduras aun en el actual clima tropical. Es un oasis verde hasta donde alcanza la vista, donde, aquí y allá, descubro observatorios de aves surgidos entre la oleada de las copas de los árboles. O, ¿son torres de vigilancia? Decido que vi lo suficiente.
Abro mis ojos a una jovencita y bella madrugada, siento gratitud de vivir en este lugar, aun encantada hasta el día de hoy. Y río, recordando que veo siempre visitantes mujeres que roban de los jardines: plantitas, gajos, semillas hasta floreros enteros, al igual que yo, donde sea que me encuentre en ambientes naturales. Es como si La Finca las llevara a entrar en estado de trance, de vuelta a la época de la humanidad prehistórica: son recolectoras y cazadoras, irresistibles, ahorita mismo, a aprovechar de esta corta visita para coger lo que está al alcance inmediato de la mano.
En el presente estoy en una finca muy bien administrada, donde los horarios, las listas y planificaciones de cada detalle, mandan, y ¡cómo funciona! Los únicos que no se dejan organizar, todavía, son los cachorros: sus gritos de protesta me llegan a cada rato, están atados. Deben ser adiestrados para transformarlos en las joyas vivas de una empresa bien dirigida.
Y me doy cuenta de la enorme diferencia de experiencias y ambiciones de los jóvenes de 1984, respecto de los de la nueva generación de administradores de La Finca, casi cuarenta años más tarde. Hay momentos en los que nuestra motivación de entonces se me parece casi diametralmente opuesta a la suya: jugar – trabajar, rebelión – tradición, liberación – control. Sin embargo, tenemos mucho en común: naturaleza, experimentos, comida rica y sana, detalles, belleza, hospitalidad, generosidad y pasión.
Durante el cafecito de ayer compartimos con Nathaniel, quien maneja La Finca en estos días, las posibles soluciones para evitar la escasez de agua en el futuro próximo, mientras practicamos el inglés. Al final de la charla él adjunta espontáneamente: ‘Sepan que hasta su muerte los vamos a escuchar y recibir sus ideas inspiradoras’. Le pregunto: ‘¿Cuál será entonces ahora nuestro rol, somos los asesores?, el título que se les suele dar a los jubilados en el mundo empresarial’. ‘No’, nos responde, ‘ustedes son parte de la familia’. ‘Por favor’, le rogamos, ‘no familia, nos suena tan oprimente y limitante; mejor Tribu, suena mucho mejor. Tenemos que pensar en todos los que contribuyen en La Finca. Y, porqué no, ampliemos criterios, incluyamos a la gente del pueblo también. Son tantos años ya que vivimos aquí.’
Y como soy de la generación anterior, la mordente voz de Bob Dylan supo hincar sus dientes en mi carne, otra vez, cuando la escuché en ‘Rolling Thunder Revue’, una película documental de Martin Scorsese en Netflix*, con la canción visionaria: ‘A hard rain ‘s gonna fall’. En una de las entrevistas, el cantante se refiere al auge de la Commedia dell’Arte italiana, cuando compara su banda, de gira por Los Estados Unidos, con una tropa de teatro itinerante, la tele y el internet de aquella época. No sólo llevó placer y diversión, sino también las últimas noticias, los análisis y criterios en uno, para advertir al público sobre los peligros por venir, con su explícita, juguetona e impactante manera de expresar.
¿Por qué me refiero tanto a Bob Dylan? Pudiera incluir a muchos escritores y artistas más; son ellos, que con su poder imaginativo, ya vocean o exponen en su arte la cuestión de suma urgencia de los próximos treinta años para la nueva generación: ¿Cómo nos iremos a relacionar con esas visiones futuristas que ya se están desplegando en la realidad de hoy? ¿Y cómo iremos a reforzar y a apoyar todas las iniciativas, ya encaminadas, para formar jóvenes con resiliencia, creatividad y auto-aprecio, hasta testarudez, para enfrentar una nueva realidad, aún inconcebible?
Ahora Memoralia, estos relatos: quizás demoré demasiado tiempo en el pasado. Tal vez fue la forma necesaria para desengancharme de la gestión diaria de La Finca. No ha sido una escapada, tal vez fue una clase de tregua, seguro un gran desafío placentero y, más bien, formará el preludio hacia una nueva serie de escritos. Ya se verá.
Samaipata, entre enero y febrero de 2022
*NOTA: ‘Rolling Thunder Revue’, Netflix, Martin Scorsese, sobre la gira de la banda de Bob Dylan de 1975. ‘A hard rain ‘s gonna fall’ se escucha entre los 41.40 y 46.37 minutos.
Me fascina leerte siempre mi querida Melendre
Una delicia leerte, acompañarte, con tu relato como vehículo, en ese viaje de tu vida y experiencias. Me encantó cuando dijiste “un verbo que aún no existe”. Es que, para las cosas que más nos conmueven o impactan, es difícil encontrar la palabra que defina el sentimiento que provocan. Y hablando de provocar, me encanta la provocación que hay en tus publicaciones, que te empujan, te retan a ver la vida desde otra perspectiva. Gracias Melendre!
“Estudiamos en la universidad, una de las cunas del cambio de la sociedad, y vivimos un explosivo movimiento mundial” relata “Melendre” en una parte de su Blog “Memoralia” y dice también, “Nos enamoramos y nos volcamos, cuerpo y alma, al espíritu de aquel tiempo.”
La rebeldía, la defensa de la naturaleza, clamor por las injusticias, la buena música, la generación Woodstock denominada la generación de la Contracultura, ha forjado un espíritu aventurero, que podría salir de cualquier lado y llegar a cualquier lugar, para construir sueños; así se hicieron muchas cosas buenas en este mundo y por ello existe una gran “Tribu” en finca La Víspera.
Por fin puedo leer a Melendre. Una escritura como siempre, cargada de recuerdo y vivencia plena. Me pregunto, que hubiera sido si no venias a Sudamérica. Te imaginas a Melendre sin la información de la Vispera. La otra Margarita, la que se quedó en Holanda. Seguro que ya lo has imaginado en mil formas, espero que alguna vez me puedas contar como ves a esa mujer que prefirió Europa. La bifurcación de rumbos es un tema fascinante.
Querida Melendre, gracias por su nueva entrega literaria, que nos permite acompañarla en ese largo camino que se inició en Holanda, que recorrió parte del mundo y llego a los jardines del “Eden Samipateño”, donde la naturaleza los contagio de alegría ,creatividad y fuerza para construir la finca La Vispera.
Es hermoso volver a leerte, Marga.
Esa generación, tu generación, ha sido inspiradora de tantas otras…
Gracias! Fuerte abrazo!
La vida pura en su más alta expresión!
Son una fuente de inspiración y la alegria de su espíritu me conquista a que este lugar no es solo nuestro paraíso sino el oasis de todos los que llegan y eso es una bomba de retribución que nos llena de experiencias y abre nuestro corazón a compartirlo. !!!
Querida Melendre, vemos que tus emociones saltan en este relato y tambien a nosotros tus seguidores. Es como recorrer la linea del tiempo y volver a los 60 y 70, a una juventud de melena, barba y jean, rebelde, eplosiva, protestando por guerras injustas, dictaduras crueles. Como bien mencionas a Bob Dylan, el poeta de letras y versos: cuenta de crisis, injusticias y sufrimientos, y dice en una de sus canciones, “Muy dura la lluvia que va caer”. Y a igual, que una mujer con dolores de parto, asi nacio Finca la Vispera, con otro estilo de vida, naturaleza, silencio y tranquilidad, en este rincon, dulce y bello en los valles de Samaipata, y podamos permanecer fluyendo en contra corriente.
Querida Melendre, es un placer inmenso disfrutar tus vivencias , me llevan a cada lugar que has recorrido y el contraste en el maravilloso Valle donde han forjado ese lugar de ensueño, donde puedes escapar del tumulto y bullicio citadino y cargarte e inspirarte, para volver a la rutina y realidad, gracias por tanto, saludos.