Nunca nos hubiéramos imaginado que otros inmigrantes, que llegaron durante los últimos diez años, nos iban a llamar “Los Pioneros”. Creo que éramos los primeros gringos que venían a vivir a la región sin algún lazo con una iglesia, no éramos misioneros, ni una ONG, no éramos ingenieros ni licenciados, con un sueldo enorme y una vagoneta de doble tracción. Hasta hace unos años atrás tuvimos que ir a trabajar afuera de la finca, para poder cuadrar los gastos. Especialmente en este mes de diciembre cuando nos tocaba pagar los aguinaldos.
Los primeros meses en Samaipata alquilábamos un cuarto sin gracia, de tres por tres metros, en el alojamiento céntrico de Doña Helena y Don Gualberto. Temprano cada noche nos echábamos en el colchón de paja de la cama de hierro, a la misma hora que se apagaba la luz en todo el pueblo, a las diez en punto. La corriente eléctrica era generada por ‘el motor de luz a diésel’ en aquellos tiempos. Cada día de trabajo terminando la casa de la finca nos dejaba cansados, pero felices hasta extasiados sobre la nueva vida. Déjame pintar algunas escenas:
Despierto lentamente, la luz de la madrugada toca la telita cubierta con telarañas tendida delante de la ventana sin vidrio, puesta allí con una soguita deshilachada con dos clavos en el marco rústico de madera. Con cuidado bajo los pies al piso de cemento crudo a buscar la esponjosidad de mis chinelas. Subo la telita un poco y observo el cielo encima del patio familiar a través de las barras de hierro. El sol lo va a tocar en cualquier momento, me alegra, me siento vivaz y llena de ganas a empezar el día. Con la olla grande salgo a llenarla con agua en la lavandería, al lado de un pedazo de jardín de flores y arbustos.
Hoy me toca comprar leche fresca para el desayuno en la plaza. Le pido a Clemens, ya despertándose, que cuide la cocción del agua y dejo la olla en la estufita encendida, una cosa simple a gasolina de acampar. Agarro la manija de la ollita de aluminio, recién comprada en el mercado y camino a buen paso por la calle, aun vacía, a la plaza. Me acerco con un “buenos días” en un tono claro y alegre a la fila de las mamás y abuelas, envueltas en mantas gruesas, oscuras, allí esperando la llegada de la camioneta de la leche. Me dejan unirme a la cola, no me miran. Hablan casi nada, miran hacia adelante o abajo a sus pies. Solamente la mujer de la cara estatuaria, en sus cuarentas y con su ultimo bebé en los brazos, habla y dice a nadie en particular: “Quizás la leche de vaca le va a curar”. En todas las caras aparece esa mirada escéptica, pues su hijito no es normal. Son así, tan pesadas e impenetrables, ¿por mi presencia? ¿Por qué no charlan entre ellas, por qué están tan desanimadas, quizás avergonzadas? ¿O señalo esa tensión típica que conozco de mujeres entre mujeres?
Ahora sé que no fue solamente por mi presencia, las relaciones entre mujeres en el pueblo son complejas, tantas clases distintas que hay. Sin embargo, busco la foto de la muchacha que fui, con la que ellas se tropezaron. Ella irradia luz y su mirada es algo provocadora. Esa mirada trata de penetrar las máscaras, es de buena fe, te aseguro, busca la conexión, pero no la logra, es demasiado exigente. Recién ahora en mi vejez, acompañada de palabras humorísticas, logra esa mirada llegar al otro. Aprendí a jugar, no exijo, invito. Las mujeres en la fila esperando la leche, su mundo era diametralmente opuesto al mío de entonces. Vivíamos en otro planeta completamente, en una nube impenetrable, en un camino por andar, sin los otros, nuestro camino propio, solos e intocables.
Este mes de diciembre de la fiesta navideña, celebrada en la familia, la que no tenemos, me hace pensar en lo que logramos realizar en la finca, justo por ser un par de solitarios, por disfrutar más bien la soledad, por no sentir ninguna pena o duda de que andábamos en el bien camino. Nos dejamos caer en la nada e investigarla y conocerla nos llevó a una cierta riqueza espiritual. Cuando la gente se pregunta sobre nuestros hijos, le contestamos siempre: “Mire a su alrededor, ¿dónde estás?, la finca es nuestra hija, toda la energía la dedicábamos a ella.” Lo chistoso es que escogimos vivir en un país tradicional y acondicionado en sus costumbres, lleno de divisiones y patrones superpuestos. Quizás mejor es decir que Bolivia nos acogió a nosotros, no la escogimos nosotros a ella, ella simplemente nos pasó. Tuvimos que reinventarnos usando los contrastes entre ella y el mundo que nos había formado, para poder llegar a un estilo de vida independiente y al mismo momento integrado en el todo de Samaipata. La condición fue la soledad, el no tener lazos asfixiantes.
¿Escucho una pregunta al otro lado? Ah, claro. ¿De dónde veníamos nosotros? En breve: un mundo ya listo, ya demasiado hecho, ya tan organizado que nos aburríamos de ello. Nos amenazaban la adaptación al ritmo de trabajo duro, a las horas fijas, la vida cómoda de la distracción y de las tentaciones, la división entre el tiempo libre y el tiempo de trabajo, el consumismo, las ambiciones y las metas a cumplir, la vida no vivida y, desde luego, el arrepentimiento inútil. Bolivia nos atraía y por suerte ambos nos enamorábamos de ella, de sus paisajes, su gente diversa y por ser tan distinta.
En diciembre de 1984, ya cerca de Navidad, hacíamos las últimas compras necesarias. En los mercados nos esperaban las imitaciones horrorosas de adornos navideños del norte europeo invernal, allí apilados en los quioscos. Y el calor extremo del verano cruceño. Lo único que me pudo conmover era el Niño, la imagen del niño Jesús, la estatuilla, de todos los tamaños. La cara refinada y delicada, la deferencia aun de los vendedores, la ropita, el embalaje, todo eso sí me habló de algo propio. Y luego vi a los Niños en los brazos de las mujeres, cerca de la catedral, que llevaban para hacerlos santiguar, como si fuera su más querido hijo propio. – ¿Me pregunto si El Niño Evo figurará todavía como el Niño en los portales de Belén en alguna casa? Tantos que estaban a la venta en los primeros años de su presidencia. ¿Sería una blasfemia opinar que el mismo Evo se presente ahora como el Espíritu Santo del MAS, al otro lado de la frontera? Papi, hijo y espíritu santo, ya tendremos La Santísima Trinidad en su persona. –
A las tres de la tarde del 24 de diciembre nos esperaba un camión en las afueras de la ciudad, que iba a viajar a los valles. Nuestros bártulos: la cocina roja, el mueble de coser ‘Singer’, el colchón extra largo especial, la caja de cartón con cubiertos, platos, tazas y ollas, las dos sillas perezosas, en su conjunto tomando no más que dos metros cuadrados a un lado del camión. Yo, con la tetera grande, japonesa, de porcelana, en mis brazos, al lado del chofer en la cabina. Atrás él, de pie, vigilando, hasta que empezaba a llover. A la una y media, ya Navidad, Don Gualberto nos ayudaba a bajar todo bajo techo. El día de Los Inocentes, el 28, nos mudamos a la finca definitivamente. Y caemos fuera del tiempo conocido en la dimensión transitoria que allí nos esperaba.
Samaipata, entre 10 y 16 de diciembre.
Foto adjuntada: Pintura de Michele Neubert, Aquisgrán, Alemania, 2018
“Bolivia nos acogió a nosotros, no la escogimos nosotros a ella, ella simplemente nos pasó. Tuvimos que reinventarnos usando los contrastes entre ella y el mundo que nos había formado” Dice Melendre, me gusta la enseñanza, la filosofía, la mejor forma de vivir en este mundo es reinventarse.
Gracias Marga me encanta los relatos que reviven el pasado y te ayudan a imaginar la vida esa que todos día a día dibujamos y con el tiempo nos acordamos.. Gracias por dejarnos parte de tu historia, tus experiencias y sobre todo tus pensamientos. por que pocas personas se animan a compartir lo que piensan y a reinventar su vida y sus pensamientos.. Que sigan adelante las Memoralias!