Recién me sorprendí con el fuerte deseo de dibujar una Melendre, en este mes de su floración. Con lápices de color la captaré en todos sus peculiares detalles. Todavía no, estoy demasiado poseída por la escritura. Las frases se me vuelcan sin parar por la cabeza, la una aún más concisa que la otra. Cuando se me seque la fuente de palabras, me prometo, exploraré el mundo a través del dibujo. Hasta que mis ojos me lo permitan.
El Catecismo, el libro que contiene la doctrina cristiana, tuve que aprenderlo de memoria a mis doce años. Cientos de preguntas y respuestas sobre la fe y el buen funcionamiento de un fiel católico. La primera pregunta era: ¿Para qué estamos en la Tierra? y la respuesta: ‘Para servir a Dios, y por ello ser felices, aquí y en el más allá’. Saqué cien puntos y gané el primer premio, un libro famoso que se llama ‘Papaíto Piernas Largas’, de Jean Webster del año 1912. No se trataba tanto de la fe, más bien del creciente amor romántico de una huérfana por su benefactor que pagó su estudio. Me encantaba, y me fascinaba tanto, que se podía llenar un libro de cartas al estilo de un diario, que yo empecé a escribir mi primer diario. Me lo regaló mi padre. Las letras ‘Diario’ en estampa dorada y la genuina manecilla aumentaban la sensación ceremonial con la que lo abría cada noche, sola en mi cuarto, con una llavecita de aspecto antiguo, durante mi adolescencia por varios años.
Lo perdí en una de mis muchas mudanzas. Las páginas se llenaron con lo cotidiano que me pasaba durante los días soleados, alternadas por los llantos de los días de conflictos. Y antes de dormir, en aquellos días tristes, rezaba con un amor ardiente por Jesús, que me guiara. Hasta que lo perdí a él también, sin ninguna pena: me bastaba escribir mis diarios. Hasta hace poco tiempo han sido mis grandes asistentes para aclarar mi mente turbada.
Desde que empecé a ser Melendre, me esfuerzo, lucho, para expresar lo que quiero compartir. No me rindo hasta que encuentre la palabra exacta. Encima, el castellano, un idioma que me exige elaborar mucho. En mi propia lengua se pega fácilmente tres palabras en una, por ejemplo, speeltuingevoel. En castellano sería: la sensación de parque infantil. Muy seguido, por mi mente apurada, olvido usar todas aquellas palabritas que apoyan a construir esta lengua, las conjunciones y preposiciones, que sin ellas se colapsaría. Recién la descubrí y, hasta en mi cuerpo la percibí, como una edificación, que al construirla necesita técnica, junto a mi alma poética. Y cada vez más me muevo, escribiendo, como una delfina festiva en el océano.
Sin embargo, admito que la intensidad con la que vivo ahora, no me parece ser mi estado normal. Debe ser el virus, tan presente debajo de todo, que me inflama a cumplir al tope. La enfermedad y la muerte están a la vuelta. La vida me parece más preciosa que nunca.
Durante esta pandemia, aislados ya por tres meses, adoptamos la costumbre de preguntarnos a la mañana: ¿Para qué estamos en la tierra, hoy día? Alude, con un guiño de picardía, a la primera pregunta del catecismo. Con la diferencia enorme de la adición ‘hoy día’: nos libera del ritmo de ir como autómatas por las tareas diarias. Enciende la chispa para meter toda la energía de hoy en lo que nos atraiga hacer. Nos empeña en preparar deliciosos platos innovadores para el almuerzo y a Clemens en arrancar una nueva canción del piano sobre la maldita peste. O nos señala que el cielo está tan claro hoy, que pasemos mejor la mañana mirando el cerro de La Mina y la serranía de Bicoquín, en las lejanías al frente. O me convence volver a la máquina de coser, donde me espera el nuevo vestido, por el diseño de la tela dedicado a las profundidades del mar. Me falta meter la segunda manga, que tanto me cuesta. – No soy costurera diplomada. Mi madre solamente me permitía quitar los hilvanes de sus creaciones de alta costura, y hópaque, al estudio –. El ‘hoy día’ me anima a conocer todo el trayecto de la arquitectura de costura, como ella la solía llamar, hasta la completa entrega.
Los primeros tiempos en la Finca no sabía con qué llenar un cierto vacío mental. Antes, las opciones me las fueron presentadas de por sí. Me formarían para crecer y ser una persona entera. Se me presentarían las oportunidades de vivir a la manera que me parecía ideal, entre la realización y el desafío. Y las circunstancias en Holanda, en aquellos años, eran ideales: ofrecían tantas oportunidades para crecer, había tanta creatividad, y la sociedad se había desarrollado tanto más abierta.
Hasta que ese espíritu de amplitud se atascó. A partir de los años ochenta entró una actitud general de conservadurismo, de preferir la seguridad a la aventura. La distancia hacia colegas, que ya hablaban de asegurarse de una buena jubilación, aún en sus treintas, crecía. Ese desperdicio vital me indignó, y no quise ser parte de esa implosión tan dócilmente aceptada.
Así llegamos a un pueblo que nos ofrecía nada más que la sobrevivencia de cada día. Logramos un equilibrio sereno entre una vida campestre y la afinación y restauración de pianos en La Paz, en menos de dos años. Durante la época fría le acompañaba a Clemens. Trabajaba como su ayudante, en caso de que se presentaran restauraciones minuciosas de mecanismos. Nos quedábamos alojados en las casas cómodas de alemanes. Nos invitaron a ocupar el cuarto de huéspedes, a cambio del mantenimiento gratuito de sus pianos y noches de charlas animadas, con invitados a cenar. Nos veían como unos ejemplares exóticos, los retirados de la sociedad, ‘Aussteiger’ en alemán, su palabra específica para esta clase de gente. Ellos eran directores de proyectos de desarrollo o del instituto Goethe, gente altruista y culta, con las vidas estrictamente planificadas. Cuando me preguntaron a qué me dedicaba en Samaipata, decidía responderles: “A vivir”. Y Clemens se acostumbraba a decir: “Estoy aprendiendo a vivir en armonía con la naturaleza”. Nos gustó provocarles un poco con estas respuestas y, la verdad, otras no nos surgieron tampoco.
Durante el almuerzo en la casa de la directora del Instituto Goethe, ella me tienta y pregunta: “¿Podrías montar cursos tipo apoyo mutuo, como los tenemos en Europa, para mujeres de la clase media? Muchas alemanas jóvenes, por ejemplo, sufren una vida inesperadamente sofocante. El casamiento con esposos bolivianos, de regreso a casa después del estudio en Europa, las obliga a ser replegables en los roles preconcebidos de la sociedad paceña. Mientras, ellos vuelven a ser los príncipes de siempre”. La oferta me atrae y empiezo a investigar si ya existía alguna iniciativa parecida.
Luego de varias charlas de sondeo concluyo que esas mujeres mismas deberían mostrar algún interés primero. Una ex-exiliada en Holanda del periodo Banzer, hija de un minero asesinado de la mina Siglo XX y recién retornada, me convence definitivamente, cuando dice: “La clase media vive muy ensimisma. Empleadas domésticas ya están organizándose, artesanas ya manejan asociaciones. Vea a las mujeres inmigrantes del campo, ellas se mueven, su vida cambia.” Decido dejar la clase media a su propia suerte y vuelvo a la Finca, donde espero encontrar la mía. La primera vez a solas por unas semanas, me dedico a labrar la tierra, hasta que logro que el azadón se aúne a mi cuerpo. Ya veo los contornos de las primeras terracitas de hierbas.
Mi diario (septiembre-diciembre ’85) dice:
“Me doy cuenta que casi toda mi vida me he dedicado a apoyar a otras personas. La hija y la hermana mayor en todas las circunstancias. Aquí no hay nadie que me necesite. Los bolivianos son autosuficientes, saben sobrevivir de una manera admirable, no hablan sobre sus penas con nadie, son cerrados, desconfiados e independientes”.
“Lo que me queda es escribir mi libro, quizás llegó la hora. ¿Las historias coloridas de mis tantas tías? ¿Un libro basado en las cartas viajeras? Una novela sobre esta experiencia de empezar de nuevo. Es demasiado temprano. ¿Significado, sentido? ¿Dónde, cómo los encuentro? Este vacío, aguántalo, ábrete, vas a encontrar algo”.
“Somos un par de monjes, recién entrados en el convento. Reímos mucho, el cosmos está cerca. Quizás vienen a recogernos, y claro, nos iremos con ellos, desaparecemos, simplemente. Muchas preguntas, no hay respuestas. Trabajar la tierra y el aire limpio surten efecto, todo va de por sí. Mientras, esperemos recibir alguna señal, escuchar un eco, en el silencio que recién podemos escuchar”.
Samaipata, 12 al 25 de junio de 2020.
Fotos adjuntas:
–Muchacha escribiendo, pintura al óleo, Gabriele Münter, 1929, Alemania
–Bailarina, caligrafía, Leigh Reyes, Filipinas
–‘Esperanza’, pintura al óleo, George Frederic Watts,1886, Inglaterra
Leo a Melendre y cada vez estoy más convencido, que su estilo literario está llegando a su propia forma, simple, expresiva, sorpresiva, real y honesta.
Melendre no es una sirena, es una Delfina, es una doncella que cuidara el Oráculo y por eso escribe :
“Desde que empecé a ser Melendre, me esfuerzo, lucho, para expresar lo que quiero compartir. No me rindo hasta que encuentre la palabra exacta. Encima, el castellano, un idioma que me exige elaborar mucho. Muy seguido, por mi mente apurada, olvido usar todas aquellas palabritas que apoyan a construir esta lengua, las conjunciones y preposiciones, que sin ellas se colapsaría. Recién la descubrí y, hasta en mi cuerpo la percibí, como una edificación, que al construirla necesita técnica, junto a mi alma poética. Y cada vez más me muevo, escribiendo, como una delfina festiva en el océano”.
Como no creer que Melendre, no vive y siente cuando expresa su prosa, leamos lo que dice:
“Sin embargo, admito que la intensidad con la que vivo ahora, no me parece ser mi estado normal. Debe ser el virus, tan presente debajo de todo, que me inflama a cumplir al tope. La enfermedad y la muerte están a la vuelta. La vida me parece más preciosa que nunca”.
Me encantan las cavilaciones de Melendre expresadas de manera sencilla pero tocando temas profundos. Nos muestra lo importante de cuestionarnos, por lo menos de vez en cuando, el propósito de nuestra vida y ver si los caminos que tomamos nos llevan por lo menos cerca a cumplirlo. Felicidades Melendre, cada día escribes más lindo!
Gracias Melendre por seguir escribiendo, gracias por expresar lo que quiere compartir. Melendre no se rinde hasta que encuentra la palabra exacta y desliza en el papel una historia.
Las ilustraciones que acompañan los relatos de Melendre me encantan, en este capítulo sentí mucho de la autora del blog en el dibujo de Leigh Reyes, bailarina y caligrafía. Espero que pronto Melendre agarre los pinceles y se haga un autorretrato.
Querida Melendre, cada vez que leo algo que escribes… descubro una profundidad preciosa, que me llega al corazón.
¿Para qué estamos en la tierra? Para vivir!!!
Gracias querida hermana de camino por recordármelo.
¿PARA QUÉ ESTAMOS EN LA TIERRA?
buena pregunta
Veo que parte de la respuesta esta
en todo el relato. Una búsqueda, en encontrarse
consigo mismo. En ser el complemento en la nota
que faltaba a Clemens, y en ser parte de fruto
de la tierra, en el trabajo y la creación aplicando
la doctrina a la practica.