Tengo tantos temas en qué pensar, tantos artículos que leer, tantos encuentros que vivir y tantas tareas por hacer, y la mayoría tan agradables y creativas: costurar una blusa de un modelo intrigante, tejer con lana hermosa de Gales, sembrar, regar, y replantar nuevas variedades de flores, que mis días vuelan y duermo bien en las noches. El verano se viste más verde y colorido que nunca y, mientras Jeanine y Murillo mantengan la nave de la nación en rumbo hacia nuevas elecciones limpias, no me preocupo tanto. Llegado el principio del nuevo mes, mi cabeza comienza a cargarse con frases promisorias, el anuncio de la gestación de un nuevo relato. De un día al otro empiezan los dolores en la nuca, me pongo una pomada de diclofenaco, no ayuda. Los latidos de mi corazón escucho hasta en mis orejas, los hombros se caen hacia adelante y en mi espalda se anida un nudo doloroso. Él me dice esta mañana: “Pon tu cabeza en mi mano, ¡déjala!” y de repente siento que pesa por lo menos cien kilos. Y anuncio: “Voy a Atma, llegó mi hora de dar a luz.” Y él me da un empujoncito: “Claro, vaya, ¡más tarde te llevo el cafecito!”
Y ya llegó con dos vasos de café, y luego me dejó masticando la novedad que descubrió, a través de YouTube, que Mozart, que él nunca pudo soportar por su música sin profundidad, empezó a componer música fantástica rondando sus veintinueve. A la misma edad, tomaba yo la decisión de haber llegado a la fase de poder confiar en mi bagaje acumulado. Felicito a Mozart que logró desprenderse de una vida dirigida por su papá, como el niño músico prodigio que era, siempre viajando de podio a podio por Europa, y que pudo dedicarse a la música de alta calidad que escuchaba en su cerebro. Y delibero, el sabor del café aún en mi boca, que, si hubiera seguido los deseos de mi mamá, nunca hubiera vivido esta vida rural. Hubiera sido una mujer de rango alto en las Naciones Unidas o, y, una escritora famosa de novelas y ganadora de premios prestigiosos por sus libros inspiradores para la lucha y la liberación de la mujer. Sin embargo, fue también a la misma edad de veintinueve cuando me prometí que saldría de viaje alrededor el mundo, algún día. Estaba justo en la fase inicial de un empleo de sueño como feminista, encargada de cursos de empoderamiento de la mujer y de formación de líderes femeninas. Vivíamos en el centro de una ciudad universitaria antigua, Utrecht, en una casa deliciosa y tan amplia que alquilábamos un piso entero a dos estudiantes de arte, con dos pianos de cola en el living, con un jardín incluso de cinco por siete metros, con un pequeño césped y plantas nuevas que traíamos en cada primavera del mercado de flores. El transporte público, siempre llegando al minuto indicado, un bus y un tren, me llevaban cada semana, en una hora y media, a la estación del pueblito hacia el este del país, donde mi bici me esperaba para llegar al centro de formación, idílicamente situado en un paisaje de prados ondulados y bosques fragantes, y que consideré como mi segunda casa durante los tres hasta diez días de cada curso intensivo.
Sin embargo, tres años después, en 1981, volábamos a Lima y la vida, que nos fue prometida y para la que fuimos acondicionados, se voló también. Y una vez viviendo en la finca, a veces me despertaba con una fuerte voz reprochadora en mi cabeza, que me amonestaba diciendo: retornad a tu familia, a tu país, a tu trabajo, a tu propio mundo, a tu destino original; que solamente era silenciada por el concierto de las voces matutinas de los pájaros, que este valle nos regala día a día.
Encontré la carta que escribí a Clemens durante tres semanas en enero de 1985, diez páginas a estilo de un diario, mientras que él restauraba pianos en La Paz, y la cual podría leer a su retorno. Está llena de observaciones que me hacen admirar la flexibilidad de la mente de esa chica. Ya no tendría esa amplitud, ni siquiera la paciencia hoy en día para soportar, primero, la falta de comunicación, el no poder llamarle, pues no había teléfono, ni correos. Qué contraste para una chica acostumbrada a un buzón de correos en cada esquina, con entrega de cartas a domicilio al día siguiente, con teléfono en casa desde su nacimiento. Sí, había Diter, la Dirección de Telecomunicaciones Rurales, los servicios de telegrama y radio, en la plaza: un local enorme oscuro, casi vacío, con una mesita debajo de la ventana y un señor que barría mucho el piso, donde ahora está la cooperativa La Merced. Allí recibía un telegrama desde La Paz y lamentaba en mi carta que no escuchaba en él su voz. Felizmente el telegrama mencionaba el día y la hora para hablarnos a través de la radio. Y enviando las frases una por una por el aparato, nos contábamos las novedades y nos reíamos mucho por nuestros gritos al comenzar vacilantes y, al andar, más seguros, de “¡cambio, cambio!” por unos quince minutos.
Luego estaba el problema con el dinero, no había banco ni cooperativa. Y no había transporte para ir a la cuidad, la carretera llena de derrumbes. Sí, encontré al jovial cuñado de la vecina, Sergio, que me prestaba suficientes miles de pesos para poder comprar papas y maíz para los animales. Y sí, pude recoger una arroba de arroz regalada por el gobierno a cada familia del pueblo, en aquella época de devaluación del dinero, cuando un kilo de arroz costaba miles de pesos.
La finca contaba con un tanque de agua de lluvia del techo de la casa antigua, en la terraza donde está ahora el Café Jardín, y con un pozo de colección de agua que corría de la colina en la época de lluvia. Una de mis tareas fue realizar una conexión a la red del pueblo para nuestro barrio; iba a negociar con un señor de Cordecruz, que le llamaban El Ingeniero, que ni siquiera me podía mirar a los ojos de una manera humana, por ser hombre y yo, una gringa. O una mujer no más. Con una mujer no se puede llegar a un acuerdo, esperemos mejor hasta que vuelva su marido, ¿no ve, señora? Qué me parecía una insinuación ridícula.
No me quedaba sola en la finca. Don Paz, un hombrecito ya viejito, valluno de la cabeza a los pies, fue incluido en la compra del terreno. Suena raro, pero así pasó cuando el dueño anterior nos pidió dejarlo vivir en la casita antigua, pagándole un sueldito para poder comprar sus víveres, porque no tenía adonde ir. Asentimos a su sugerencia, sí, claro, no teniendo idea qué implicaría. Formaba una familia con una manada de perros, Pusa, Negra, Laika, Luki y Nora, vivía con todos en lo que ahora es la recepción, y tenía unas ocho gallinas ponedoras. Cuidaba los animales, la huerta de frutales y cocinaba para la familia todos los días en ollas abolladas, en un fuego bajo techo al lado del horno de barro. Seguía con su vida anterior, mientras que nos enseñaba, sin darse cuenta y a su manera, cómo sobrevivir en el campo. Al principio, apenas le entendíamos su castellano, tragaba sílabas enteras, pero era amable, sonreía mucho y regularmente nos daba la impresión de que nos veía como a un par de imbéciles.
Don Paz me trataba con respeto hasta que le anuncié, según cuento en la carta, que íbamos a sembrar maíz juntos y que tenía que enseñármelo. Primero le pedí al vecino Ismael Tuma, un señor simpático, con una mirada directa, que él venga a arar y luego a rastrillar la tierra. No le gustó a Don Paz el resultado, no le era suficientemente fino. La Negra dio a luz a seis cachorritos y él empezó a renegar y a gritarles a cada rato. No quiso recibir su parte del arroz, yo asumía que quería darme la lección de que fue incorrecto que una mujer podría tomar este tipo de decisiones. Decidí rogar a Don Ismael que le hablara, nunca supe cómo lo hizo, lo que salvaba la situación. Se mostró angelical después y a cada rato me traía tunas frescas, que él abría ingeniosamente con su machete, me las ofrecía para que las agarre con mi mano de la cáscara y me observaba cómo me las ponía en mi boca, con ojos cada vez más de pícaro, lo que me gustaba cada vez más. Acordamos empezar con las clases de siembra de maíz y que yo le serviría mi plato favorito, en el corredor de mi casa, el primer día. Desde entonces nos quedamos como mejores amigos hasta la vuelta del ‘patrón’, según su palabra, no la mía.
Mi cuerpo se volvía musculoso, mi piel se bronceaba y mis cabellos se teñían de color manzanilla. Porque me gustaba usar el azadón a cambio de la pala, ¡qué sorpresivamente fino e ingenioso instrumento!, y trabajaba horas en los almácigos y los primeros andenes de verduras. Sin embargo, la carta habla también de mis dudas sobre este mundo de hombres, donde las mujeres que veía, ni siquiera se prestaban a darme la mano, “se esconden atrás de sus maridos, se callan, se retiran a la cocina y, como máximo, toman el rol de anfitrionas, un vaso de limonada en la mano, mientras sus ojos parecen pedirme disculpas antes de bajar la mirada. Tenemos que estar alertas de no caer en estos roles y tomar nuestras medidas ante esta situación”. Y en cada página aparece la pregunta: “En el fondo, ¿a qué tenemos que atenernos aquí, para qué estamos aquí, verdaderamente?”
Samaipata, entre 7 y 20 de febrero de 2020
Fotos adjuntadas:
–Roles de la mujer, Charlotte van Hacht, 2019
–Retrato de Don Paz Albi, foto tomada por un visitante, 1986.
Siempre cuando leo sus textos me conecto con la energía de la finca, con la esencia de la vida, con la fuerza creadora del caos apparente.
Muchas veces pensamos que la vida es un juego individual, sin embargo leyendo sus textos, su forma de observar, su manera de relacionarse con su entorno, me hace recuerdo del hecho que todos somos uno, Vivo lo qué usted vivió a través de sus palabras, sus emociones son las mías, respiro el aire puro de la finca leyendo el blog. Gracias
Si se hacía como mamá quería, Melendre sería una escritora feminista. Cuándo ella se vuelve un trotamundos, escribe lo que la vida le enseña.
” No soy lo que piensan, ni digo lo que quieren, soy una hoja que el viento lleva por el aire y cuando asiento en la tierra, cuento lo que veo y si el viento arresia, sigo mi camino”
Dijo un novel escritor.
Que lindo de concer Melendre, con tus palabras a Don Paz
un anfitrión en sus vidas y la amistad que hicieron
juntos. La vida rural lejos de comodidad, pero con
un sabor diferente de tierra, campo y aire.
Nos haces recordar la crisis de esa época, mucho dinero poco valor, monedas
y billetes que no valían nada, momentos de la historia de nuestro país.
Y también como una gringa feminista, se encuentra con un mundo donde la mujer tiene otros visión de la vida, baja vista, esconde la cara, dobla la mirada, y su voz no se escucha. En contraste con tu realidad.
Así fue, querida Eliana, y te agradesco de una mujer a otra por tu voz, que siempre habla con un aleluya
de felicidad entre las frases, tu, una mujer espontánea, que nunca tiene miedo de decir sus propias opiniones cualquier momento. Un abrazo a la distancia de M.