De visita una mañana hace unos días atrás, Carolina, la escritora de poemas que vive en la colina al frente, me cuenta sobre el curso de literatura que está pasando esta vez a participantes ya bien literarios, y con qué gusto lo está haciendo y qué personalidades todos aquellos son. De golpe me mira y me pregunta: “Tus ojos están mojados, ¿qué te pasa?” Y yo, sentada al otro lado de la mesa, busco entenderme a mí misma, y tartajosa le respondo: “Ahora me doy cuenta recién, creo, que ya no vivo en tu mundo, ya no me muevo en los círculos como los tuyos, de verdad a ningún círculo ya pertenezco. Mi pasado es extenso, me queda un poco de futuro y vivo en un gran hoy. Y me hace lagrimear un poco, está serena y pura constatación. No te preocupes, me siento bien”. Ella sigue explicándome la parte técnica en el programa Word y le hago un cumplido por su manera comprensiva de editar mis textos. Y hasta hoy estoy agradecida por aquel pequeño intervalo. Qué alivio, ya no soy la doña Quijotesca con la urgente necesidad de meterme al mundo para dar algún significado a mi existencia. Doy la bienvenida a esta nueva propuesta de vivir. Entiendo que nací como una nueva creatura. Una esfera luminosa me envuelve y me aclara la vista. Y desde mi atalaya, armada con un prismático largo, observo, y sí, tanto aún me impacta lo que veo desde allí. Hay por demás materia prima de minar y procesar para mis escrituras.
Ya en el mes de julio empezaron a quemar los campos y ahora estamos pasando la primera semana de noviembre y todavía hemos de respirar la atmósfera de esta negligencia total. Ya días estoy invadida por un fuerte ataque de nostalgia: con todo mi cuerpo quiero recibir los vientos fuertes e inhalar el aire puro oliendo a sal y pez del Mar del Norte. Al final de la limpieza de mi dentadura el joven dentista, hijo de un constructor, nieto de un valluno, me trata de explicar: “Los que queman no son oriundos de estas tierras. Algunos dicen que los del pueblo mismo tienen la culpa: vendieron sus terrenos a inmigrantes del interior o los alquilan por unos cientos de dólares anuales a gente que ni siquiera se dan cuenta de la riqueza del ambiente que les rodea”. Mario, el jardinero, me lo explica de experiencia propia: “Antes sabíamos quemar controladamente, dejamos siempre dos metros de zona de transición, no quemamos con mucho viento, respetamos nuestra naturaleza.” Y bien sé que en el pueblo hablan así: “Ellos son como los cepes, las hormigas comilonas. Nuestra tierra no es parte de su ser. Ellos son de tierras de piedra casi sin vegetación y nuestros árboles no les alegran su corazón, ni las aves, como nos pasa a nosotros. Los árboles les estorban la vista y los bosques los oprimen”. Y sé que les duele la pérdida de árboles centenarios y que su pesadumbre bordea al odio, igual que a mí me pasa por ser espectadora impotente.
Es cierto, los que trabajan los campos no son en su mayoría los mismos que antes. Los que nos pidieron apoyarles a poner en marcha el proyecto agro-biológico fueron habitantes del pueblo, todos dueños de campos agrícolas de hace una hasta cuatro generaciones. Algunos eran también sastre, maestra, ganadero, albañil, panadera, costurera, carpintero, comerciante, curtidor de pieles vacunas o cazador de caza menor. A sí mismos se llamaron ‘agricultores pequeños’. “Campesinos o paisanos, OJO, son los otros”, nos mejoraron las palabras. No pertenecían a la élite del pueblo, la dueña de la política, abogados, ingenieros, dentistas, médicos, directores de colegio y dueños de terrenos más extensos. Sin embargo, como agricultores, aun pequeños, eran ciudadanos, estimados miembros y algunos aun parte del directorio de asociaciones y cooperativas. Y amantes de la riqueza natural: la fuente de agua y comida aseguradas, leña para cocinar, espacio suficiente para las vacas forasteras, conocedores de medicinas naturales y árboles maderables para la construcción.
Solo don Claudio era inmigrante colla al principio y él fue aceptado con muestras de cordialidad humorosa, el mismo que se hizo famoso como curandero y chamán de ceremonias, años después. Y la misma cordialidad mostraron hacia nosotros, cuando empezábamos a caminar juntos, afanados como una yunta de bueyes, ellos y sus dos gringuitos, para llegar a la meta de conseguir financiamiento y asesoría técnica para sacar a flote un sueño: el de ser los dueños de una asociación de agricultores biológicos para la región.
Leo mi diario de aquel tiempo de inicio de una prácticamente convivencia con los samaipateños. Encuentro borradores de las cartas que enviaba a familiares en Holanda. “Me inmerso cada día más en la realidad boliviana. No tiene ningún sentido ya que me instiguen a volver”. Doy consejos a los amigos: “Busca tu más profundo deseo y síguelo, trata de que tu temor no te paralice,” con el tenor de una despedida, que no me arrepentía tanto. Se me iba abriendo el camino para conectarme con la esencia boliviana que tanto me atraía a conocer a fondo.
Abro el archivo del paulatino nacimiento del proyecto agro-biológico: una fuente enorme de escenas de esperanza, tristeza, alegría y decepción. Los fólderes pesados, llenos de planes de proyecto y revisiones y más revisiones, cartas oficiales, listas de venta de verduras y hierbas, actas de reuniones, fotos tomadas de miembros activos en sus huertas o clases de cocina, durante las reuniones en la noche de cada jueves o almuerzos festivos comunales, recortes de periódicos y revistas con entrevistas. Tengo todo guardado ‘por si acaso’. ¿Será que ahora llegó el momento? Sin mucho apetito hojeo por la masa empolvada. Mirando las fotos me escucho murmurar: “Los pícaros me robaron el corazón, aún arde, son mi gente, parte de mí, tan propios, caray”.
Aparte tengo guardadas casi cien páginas de lo que iba a ser mi libro ‘Bolivia Mágica’: un revivir irónico de aquel período de sumersión en la cultura boliviana. Tan intrigante me fue esa historia que merecía ser contada, quince años después. Unos cinco años me dedicaba a desenmarañar los hilos del tejido complejo de la dinámica de este pueblo. Mi felicidad de escribirlo cada mañana, sentada a una mini- mesita, atrás de mi primera laptop, en un establo simple, arriba en nuestra colina, fue bruscamente interrumpida por las enfermedades y muertes sucesivas de mis tres hermanos menores, dentro de dos años. Tuve que dejarlo. ¿Retomarlo? No. Este blog concuerda con quien soy ahora. Y admito, revolver mis papeles para ordenar mis recuerdos me sirvió solamente de pretexto para cargarme. Ya sé que los entrenzaré en mis próximos relatos. Son profundos e inevitables. Los revivo fácilmente, ya se me pasó esta madrugada, como si se quebrara una presa de contención.
Me basta ahora contar que la intensa relación con este grupo de pequeños agricultores nos transformó en verdaderos samaipateños. Sus patios y parcelas de sus terrenos se transformaron en huertas de verduras, mientras las terrazas de la Finca se multiplicaron en el camino. Nos nombraron asesores de la nueva Asociación agro-biológica ‘La Naturaleza’. Y luego de tres o cuatro años de labrar la tierra y crear este proyecto en común, fue aprobado por un instituto de desarrollo de nombre holandés, seguido por el nacimiento de la ONG agro-biológico ‘Agroplan’, que funcionó unos veinte años. En su auge contaba con hasta doscientos miembros en toda la región, sin siquiera dejar algún rastro visible ahora. O tal vez sí: ¿La gran variedad de hortalizas que se vende en el mercado hoy en día? Quién sabe, aun cuando todas sean cultivadas con agroquímicos, por favor, déjame algún resultado en qué creer.
A medida que el proyecto iba siendo más y más exitoso y reconocido, se iba abriendo una grieta de diferencias. Nos hacían constatar, a su sutil manera calladita, que tanto mejor les iría si nos retirábamos o nos volviéramos a nuestro país. Ya no fuimos útiles para ellos. Nuestro papel en este proyecto había terminado. La idea de ser agricultores pequeños al igual que ellos, había sido ilusión. Al llegar la aprobación, ya nos habíamos desvinculado para seguir solos. Y la pareja quijotesca que ya-ya quería ser parte del mundo tan propio boliviano, empezó a crear, con toda la misma dedicación, su ideado mundo propio: el mundo que ahora se conoce como Finca La Víspera. Agradezco a Ovidio por enviarme esta palabra pintoresca en un comentario al relato anterior. Las fotos de la huerta antigua le convencieron que nuestros impulsos quijotescos (tan linda esta palabra) resultaron fructíferos al menos para la Finca, comparando las imágenes históricas con la abundante vegetación presente allí ahora.
Y como no me necesitan más acá y tampoco me surge la urgencia para hacerme útil, me siento tan libre como un ave de alturas. Si no fuera por Covid-19 que me tiene atrapada, iría a volar a donde sea, lejos de aquí, lenta, a penas visible, intocable, y volaría hasta que sienta la necesidad de mi nido alto otra vez. Y, claro, la laptop me acompañará.
Samaipata, escrito entre el 4 y el 15 de noviembre de 2020
Fotos adjuntadas:
- Ogata Gekko, 1887 – 1896, Japón, Rijksmuseum, Amsterdam
- Primera cosecha experimental Asociación La Naturaleza, foto
autora - Artículo en Chaski, revista de niños, agosto de 1990
- Vogelvlucht, gracias a Kaartje of Kip, productora de posters
Admiro tu autenticidad!!! Nuevamente leerte me lleva a replantearme algunos aspectos de mi vida. Vivir el HOY es precisamente lo que tenemos que hacer para ser libres.
Y son los encuentros y él contacto entre nosotros los que pintan de colores nuestras vidas y llenan de amor nuestras almas.
Don y Doña Quijotesca, una característica principal
de ambos personajes, un corazón soñador y las ganas
de sembrar en un terruño, nuevo, a la vez mágico y
al mismo tiempo difícil, pero no por ser difícil los corrió.
Luchar en la Asociación agro-biológica, les abrió las
puerta de muchos corazones, que los aprecian. Su trabajo perdura
y ha germinado en Finca La Víspera y en muchos que han aprendido de esta gran experiencia